Cádiz y sus torres miradores
Cádiz, la ciudad más antigua de Occidente, conserva 126 torres, reflejo del esplendor comercial que alcanzó su cénit a lo largo del siglo XVIII. Urbe abierta y opulenta, sus intercambios con las Indias hicieron de estas construcciones un vistoso estandarte que reflejaba su bonanza; herederas de la arquitectura civil islámica, cumplían un doble objetivo de lugar de recreo y observación.
Uno tiene que agradecer a la fortuna haberse podido pasear por Cádiz en uno de esos días en que algún buque-escuela atraca en sus muelles. A la caída de la tarde, las calles exiguas y adoquinadas, las plazuelas y los elegantes cafés parecen llenarse del júbilo contenido que la marinería trae en las bodegas. El aire se carga de electricidad por el Callejón del Tinte.
Se ven, también, orgullosos oficiales que pasean estirados junto al brillo de la empuñadura de sus sables. Y la ciudad recobra, aunque sólo sea por unas horas, aquella visión dieciochesca de urbe animosa desbordada en sus calles, cosmopolita, divertida, multicultural, volcada al mar.
Y al comercio, como lo sugieren sus orígenes fenicios y el esplendor que supuso en su día el traslado desde Sevilla de la Casa de Contratación y el Consulado de Indias en 1717 y, posteriormente, la supresión del monopolio comercial con América, en 1778.
De esa época data la actual composición arquitectónica de una población que pervive protegiéndose de los vientos, ordenada por un apretado trazado de calles que se quiebran una y otra vez, y aprovecha el escaso terreno disponible con edificios de varias alturas, rematados por sus azoteas y torres. La vieja ciudad conserva, en parte, una sólida defensa amurallada, levantada tras el saqueo del Conde de Essex, cuyas garitas confieren a Cádiz esa fisonomía caribeña que la hermana en la imaginación con San Juan de Puerto Rico y La Habana.
Para los comerciantes de Indias las torres-miradores, herederas de la tradición arquitectónica civil islámica, cumplían una doble misión de lugar de recreo y de puesto de observación de lo que ocurría en el puerto de Cádiz. Pero es también en esa época barroca cuando empieza a desvelarse el urbanismo como un arte, por lo que había una intención de embellecimiento general de la ciudad con construcciones llamativas, decoradas con originalidad y colores atractivos.
Así, Blanco White, Delacroix, el Duque de Wellington, Edmundo de Amicis, Lord Byron, Eugenio Marconi, Isaac Peral, y una larga lista de ilustres personajes sucumbieron al embrujo de su silueta, avistada desde el mar. Hoy, por contra, a menos que se tome el vaporcito y se llegue a la ciudad navegando desde El Puerto de Santa María, al otro lado de la Bahía, difícilmente se admirará el encanto de ese perfil que deslumbrara a los visitantes en el siglo XIX, con suentramado aéreo de torres-miradores. Se trata pues de que el viajero, fácilmente ensimismado por el jaleo cotidiano de la vida gaditana a ras de suelo, pare y mire hacia arriba, descubra las esquinas y sus azoteas.
Así que bien puede comenzarse la visita desde ese mismo punto de llegada, frente a la Casa de las Cinco Torres, en la Plaza de España. Estas torres-miradores forman un vistoso conjunto urbanístico: pertenecen a cinco edificios adyacentes, aunque su similitud y la restauración exterior de los mismos pudiera hacer pensar que forman parte de un único edificio. Son de ese tipo de torres llamado de garita, tal vez el más extendido en la ciudad el comerciante subía hasta ella y, ayudándose de un potente telescopio, observaba los movimientos en el mar a través de unos pequeños agujeros realizados en la cupulilla. Estas cinco tienen planta cuadrada, excepto la situada haciendo esquina, que es poligonal, y están construidas en madera y zinc.
Muy cerca de ellas, en la plaza de Argüelles, se encuentra la Casa de las Cuatro Torres. Levantada por un comerciante armenio que quería hacer ostentación de su fortuna, chocó contra la normativa municipal que permitía sólo una torre por casa. Decidió abrir entonces hasta cuatro puertas de entrada, para que pareciera que se trataba de varios edificios adosados. Las torres, también del tipo de garita, conservan la vistosa pintura roja alrededor de sus ventanas, simulando marcos de lacería.
Siguiendo hacia la Plaza de Mina, por la calle de Manuel Rancés, veremos una torre del tipo de silla o sillón. Se las llama así porque su perfil recuerda el de esos objetos, al tener la planta del cuerpo superior menos superficie que la inferior. Queda muy a la vista otra torre de este tipo en la Alameda Apodaca, sobre los jardines del Baluarte de la Candelaria, donde se agolpan los ecos de las guitarras flamencas y el sosegado rumor del agua en los estanques que rodean el monumento a José Martí, bajo los fícus gigantes que ya lo han descabezado alguna vez.
La Plaza de Mina, los domingos por la mañana, es un buen resumen del bullicioso vivir gaditano. Poco después del mediodía, sin embargo, va cediendo paso a la tranquilidad y recobra su sosiego de antigua huerta del convento de San Francisco. En ella encontrará el viajero el Museo de Cádiz (en cuya maqueta de la ciudad en 1777 se cuentan hasta 160 torres) y varias torres-miradores interesantes.
En el número seis hay una de sillón, en los números ocho y nueve dos torres gemelas de garita unidas por uno de sus frentes y, en el número 14, una torre de terraza, caracterizada por su planta cuadrada y porque se eleva un piso a ambos lados de la fachada principal. Este tipo de torre-mirador es, además del más antiguo de los que se conservan en la ciudad, en un edificio de la plaza de San Martín, probablemente el que más fama le ha dado a Cádiz.
Todo un acierto este artículo dedicado a uno de los grandes encantos de Cádiz
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