Pasión por Cádiz

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Cádiz, Andalucía, Spain
AB ORIGINE SEMPER FIDELIS. IN PERPETUAM, SEMPER ET UBIQUEM GADES. QUI POTERS CAPERE, CAPIAT.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Mis articulistas preferidos: Antonio de la Cruz

Todo un privilegio y un honor poder publicar el artículo de Antonio de la Cruz, cedido gentilmente por su autor a este blog y que ha obtenido el primer premio de la revista "Hades".  Trata sobre un tema algo desconocido: Los pontones o cárceles flotantes fondeados en la bahía de Cádiz donde se encerraron a los prisioneros y ciudadanos franceses durante la primera década del siglo XIX.

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Las cárceles flotantes de la Bahía: los pontones de Cádiz

“(…)Al levantar un cadáver, encontraron un papel que ponía: Hoy hace quince días que no he comido nada. Por fin, ese mismo día, vimos venir por el horizonte la barca que nos traía la comida(…)”. Sebastien Boulerot, 11 de febrero de 1809, cautivo en los pontones de Cádiz.

La primera gran derrota del ejército de Napoleón, la batalla de Bailén el 19 de julio de 1808, desencadenará una serie de actos cruciales para la historia de España y de la ciudad de Cádiz, además de significar el primer varapalo en tierra firme al déspota francés que, acostumbrado a las mieles de la victoria militar, encuentra el freno a la conquista de nuestro territorio nacional, quedándose Cádiz y la Isla de León como los últimos reductos de la España libre.

El general Castaños será el encargado de recoger la espada “vencedora en cien combates” del general francés Dupont en las capitulaciones de Andújar, en cuyos términos se establecen la rendición francesa y el traslado de las tropas a Francia desde Cádiz en barcos ingleses. Pero, pese a lo escrito, los 17000 hombres que formaban parte del ejército de Dupont, tendrán una suerte muy dispar y que, aún hoy día, salvo la luz arrojada por investigadores como Lourdes Márquez, Recordando un olvido: Pontones Prisiones en la Bahía de Cádiz. 1808-1810 o Vicente Ruiz, Los pontones de Cádiz y la odisea de los soldados derrotados en la Batalla de Bailén, la historiografía parece mantener oculta: las prisiones flotantes de la Bahía de Cádiz, los pontones de Cádiz.

Los barcos de la muerte, los sepulcros flotantes, los pontones de Cádiz, herederos de las cárceles flotantes inglesas de Plymouth, llegan a nuestras aguas y serán los centros de cautividad de los ingenuos franceses, creyentes de su fugaz paso por la provincia hacia su tierra natal. Nada más lejos de la realidad.

Navíos sin mástiles, en línea, sin medios técnicos para la navegación, amarrados a muertos fondeados en la poza de los holandeses, en la entrada a la bahía gaditana, serían la última morada de miles de prisioneros de guerra, cuyo último atisbo de esperanza pasaba por su soñado regreso a Francia.

Las condiciones en los pontones fueron de una dureza atroz. El conglomerado de presos luchaba por hacerse un hueco en una prisión flotante superpoblada ya que, a los más de 17000 hombres de Dupont, habría que sumar los más de 3000 marinos de las filas de Rosilly. Además de los pontones, se repartirían entre el Castillo de San Sebastián, la prisión de San Carlos, diversos puntos de la provincia de Cádiz como San Fernando, Sanlúcar o Rota y, cómo no, el Hospital de Segunda Aguada, que bien nos lo indica en su monográfico, el investigador gaditano y amigo Fco. Javier Ramírez Muñoz.

Muchos de los recluidos vagaban enfermos y semidesnudos por cubierta bajo la mirada de algunos gaditanos que se acercaban con sus barcas para ver tan dantesco espectáculo e, incluso, las mujeres de las clases sociales más destacadas de la ciudad anunciaban a voces desde sus resguardadas barcas que la miseria de estar recluido en los pontones finalizaría pronto, cuando fueran llevados a tierra y pasados a cuchillo.


Las memorias de prisioneros franceses nos transportan a un contexto cuanto menos tenebroso. Los cadáveres, amontonados, hacían las veces de festín para cuervos y rapaces. Así pues, François Gille, relata en sus memorias cómo empezaron a tirar cuerpos de compañeros fallecidos al agua y, sorprendido, escuchó el último grito de uno de ellos al chocar con un ancla atada al navío. Debido al deterioro y estado físico de los apresados, tal era la dificultad de distinguir entre vivos y muertos.

La alimentación dependía íntegramente de los abastecimientos, tardíos y escasos, que llegaban desde la costa. Se viven auténticas escenas de desesperación, los perros y otros animales fueron los primeros en caer como parte de un menú inexistente para el raso de los cautivos franceses. La carestía de agua obligó en ocasiones a hervir las legumbres secas y arroz en agua salada y, la falta de alimentos, a hervir correas, tirantas o cordones para llevarse algo sólido a la boca.

Arrastrados por las mareas, los cuerpos aparecían en diferentes puntos de la ciudad. En los muros, punta de la vaca, roqueos y en la misma playa, aparecían decenas de cuerpos. La insalubridad de estos navíos, unidos a la falta de abastecimiento y la presencia de cadáveres en las aguas de Cádiz, hizo temer por la salud del pueblo que aún recordaba con temor la fuerte epidemia de fiebre amarilla en 1800.

Ante esta situación, las autoridades gaditanas, preocupadas por el ataque a la salubridad y ante el miedo de una nueva epidemia, dictaminan la prohibición de tirar cadáveres al agua desde los pontones, y se destinará una barca que, como Caronte, será la encargada de recoger a los cuerpos. Tal fue el miedo que, ante el repentino engorde de los peces de la bahía, se dejó de comer pescado…


Casos como el del pontón Rufina, donde se encierran a 157 franceses residentes en Cádiz por el hecho de ser francés, rescatados del anonimato por la investigadora Hilda Martín; el Castilla donde se alojaron a los oficiales y, según el boticario Sebastién Blaze, se hacían veladas musicales y no se veían las caras pálidas y sombras errantes que poblaban otros pontones como El Terrible; El Argonauta, el más cercano a la costa y cuyos presos cortaron los cables fruto de la desesperación para emprender la huida en busca de la libertad…; El Miño, el Vencedor y otros nombres asociados a una de las historias más negras de las aguas gaditanas dónde, hoy día, muchos disfrutamos de idílicos paseos y puestas de sol. Incongruencias de la vida y la historia.




lunes, 7 de noviembre de 2016

1800. Cambio en las exequias gaditanas ante la epidemia de fiebre amarilla.

El nuevo siglo empieza con mal pie en Cádiz. Una nueva epidemia de fiebre amarilla comienza en agosto de 1800. Las autoridades se ven desbordadas con un problema doble: asistir a los enfermos en sitios adecuados y dar sepultura a los difuntos.

Ya en 1787 en la Real Cédula del 3 de abril se prohibieron los enterramientos en intramuros pero nunca se le hizo demasiado caso, fundamentalmente por la negativa de la gente a enterrarse fuera de la ciudad, unido al desinterés del cabildo eclesiástico e incluso del propio ayuntamiento. Pero con esta epidemia, esta Real Cédula se cumplirá a rajatabla y para ello se destinó como cementerio común el de la parroquia de San José, pero debido a sus pequeñas dimensiones, se le añadió un terreno contiguo.

La virulencia de la epidemia era tal, que se cuenta como se le colocaban trapos a las ruedas de los carros que transportaban los cadáveres al cementerio para no alarmar a la población haciendo el menor ruido posible, ante ello, en la junta celebrada el 30 de agosto y conforme el cabildo eclesiástico y el ayuntamiento decidieron abreviar la visita del fallecido a la iglesia al máximo y enviar inmediatamente los cadáveres a la explanada donde se estaba construyendo la nueva catedral para que permanecieran allí ya que era un lugar amplio y bien ventilado, hasta su traslado al cementerio.

En el cabildo del 24 de abril de 1802, se recoge un memorial de los curas propios del sagrario de la Catedral de Cádiz en el que reconocen que estas disposiciones anteriores no se pueden observar con todo su rigor. Por un lado, cierto es que se acortan los oficios fúnebres al máximo, pero no para todos, dependiendo del grado de importancia del fallecido. Además, son muchas las personas que mueren, faltan sacerdotes para celebrar funerales y las familias sacaban con premura los cadáveres de sus casas.  Además, dicen que el gobernador, ante la transgresión de esta norma por parte de la Iglesia del Rosario que celebró honras fúnebres con el cadáver presente de la Condesa de Villamar, pone guardia delante de la casa del difunto don Pedro Sánchez, maestre de la Iglesia Catedral, para impedir que éste sea conducido a la iglesia.

Los párrocos continúan diciendo en su memorial que de esta manera se instituyó en Cádiz un nuevo modo de enterrar cuya situación era la siguiente: la iglesia callaba, el ayuntamiento se iba apropiando de los derechos de entierro y el pueblo creyendo que estaba prohibido llevar el cadáver a la iglesia, no hacía funeral.  Los fallecidos son conducidos al cementerio sin la cruz de la parroquia y las exequias se hacen por parte del ayuntamiento exigiendo además de los trescientos reales por un nicho, treinta o cuarenta reales por la calesa en donde es transportado el cadáver y así los párrocos pierden el derecho de sepultar.

En respuesta, se advierte a los párrocos, que S.M. el rey Carlos IV, enterado de las diferencias entre párrocos y ayuntamiento, aprueba la conducta del cabildo y les recuerda que no deben hacerse funerales a cuerpo presente en los templos.

Con todo esto, se abre una etapa de agravios. Por parte de los párrocos se entiende que este nuevo modo de exequias es contrario al Ritual Romano, se le quita a la parroquia y a sus ministros el derecho de sepultura y es ofensivo a la piedad cristiana y piden que como el derecho de sepultura debe de ser de la parroquia, que se restablezca el orden de exequias según el anteriormente mencionado Ritual. Esto es firmado por los cuatro párrocos de Cádiz el 20 de noviembre de 1801.

El cabildo responde en marzo de 1802 diciendo que cumplen órdenes de S.M. el rey y que los párrocos no tergiversen los hechos ya que nadie les impide que vayan a casa del difunto a dar fe de su muerte ni que recen por su alma y que como bien saben, no entra en el cementerio ningún difunto sin la papeleta del cura de su parroquia donde certifica la defunción. Lo único que se ha prohibido es la presencia del cadáver en la iglesia y que el ayuntamiento se encarga de la sepultura haciendo un bien público.

Ante estas desavenencias podemos pensar que algunos miembros de la iglesia, temían la indiferencia de los fieles y por tanto sus consecuencias financieras. Tenemos que recordar que los párrocos dependían económicamente de las limosnas que se daban para la cura de las almas, porque ellos no participaban de los diezmos. Esta actitud acaecida a principios del siglo XIX va a ir haciendo ver a toda la opinión pública que la preocupación principal era la recaudación que le suministraba los entierros y funerales.