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Cádiz, Andalucía, Spain
AB ORIGINE SEMPER FIDELIS. IN PERPETUAM, SEMPER ET UBIQUEM GADES. QUI POTERS CAPERE, CAPIAT.

lunes, 7 de noviembre de 2016

1800. Cambio en las exequias gaditanas ante la epidemia de fiebre amarilla.

El nuevo siglo empieza con mal pie en Cádiz. Una nueva epidemia de fiebre amarilla comienza en agosto de 1800. Las autoridades se ven desbordadas con un problema doble: asistir a los enfermos en sitios adecuados y dar sepultura a los difuntos.

Ya en 1787 en la Real Cédula del 3 de abril se prohibieron los enterramientos en intramuros pero nunca se le hizo demasiado caso, fundamentalmente por la negativa de la gente a enterrarse fuera de la ciudad, unido al desinterés del cabildo eclesiástico e incluso del propio ayuntamiento. Pero con esta epidemia, esta Real Cédula se cumplirá a rajatabla y para ello se destinó como cementerio común el de la parroquia de San José, pero debido a sus pequeñas dimensiones, se le añadió un terreno contiguo.

La virulencia de la epidemia era tal, que se cuenta como se le colocaban trapos a las ruedas de los carros que transportaban los cadáveres al cementerio para no alarmar a la población haciendo el menor ruido posible, ante ello, en la junta celebrada el 30 de agosto y conforme el cabildo eclesiástico y el ayuntamiento decidieron abreviar la visita del fallecido a la iglesia al máximo y enviar inmediatamente los cadáveres a la explanada donde se estaba construyendo la nueva catedral para que permanecieran allí ya que era un lugar amplio y bien ventilado, hasta su traslado al cementerio.

En el cabildo del 24 de abril de 1802, se recoge un memorial de los curas propios del sagrario de la Catedral de Cádiz en el que reconocen que estas disposiciones anteriores no se pueden observar con todo su rigor. Por un lado, cierto es que se acortan los oficios fúnebres al máximo, pero no para todos, dependiendo del grado de importancia del fallecido. Además, son muchas las personas que mueren, faltan sacerdotes para celebrar funerales y las familias sacaban con premura los cadáveres de sus casas.  Además, dicen que el gobernador, ante la transgresión de esta norma por parte de la Iglesia del Rosario que celebró honras fúnebres con el cadáver presente de la Condesa de Villamar, pone guardia delante de la casa del difunto don Pedro Sánchez, maestre de la Iglesia Catedral, para impedir que éste sea conducido a la iglesia.

Los párrocos continúan diciendo en su memorial que de esta manera se instituyó en Cádiz un nuevo modo de enterrar cuya situación era la siguiente: la iglesia callaba, el ayuntamiento se iba apropiando de los derechos de entierro y el pueblo creyendo que estaba prohibido llevar el cadáver a la iglesia, no hacía funeral.  Los fallecidos son conducidos al cementerio sin la cruz de la parroquia y las exequias se hacen por parte del ayuntamiento exigiendo además de los trescientos reales por un nicho, treinta o cuarenta reales por la calesa en donde es transportado el cadáver y así los párrocos pierden el derecho de sepultar.

En respuesta, se advierte a los párrocos, que S.M. el rey Carlos IV, enterado de las diferencias entre párrocos y ayuntamiento, aprueba la conducta del cabildo y les recuerda que no deben hacerse funerales a cuerpo presente en los templos.

Con todo esto, se abre una etapa de agravios. Por parte de los párrocos se entiende que este nuevo modo de exequias es contrario al Ritual Romano, se le quita a la parroquia y a sus ministros el derecho de sepultura y es ofensivo a la piedad cristiana y piden que como el derecho de sepultura debe de ser de la parroquia, que se restablezca el orden de exequias según el anteriormente mencionado Ritual. Esto es firmado por los cuatro párrocos de Cádiz el 20 de noviembre de 1801.

El cabildo responde en marzo de 1802 diciendo que cumplen órdenes de S.M. el rey y que los párrocos no tergiversen los hechos ya que nadie les impide que vayan a casa del difunto a dar fe de su muerte ni que recen por su alma y que como bien saben, no entra en el cementerio ningún difunto sin la papeleta del cura de su parroquia donde certifica la defunción. Lo único que se ha prohibido es la presencia del cadáver en la iglesia y que el ayuntamiento se encarga de la sepultura haciendo un bien público.

Ante estas desavenencias podemos pensar que algunos miembros de la iglesia, temían la indiferencia de los fieles y por tanto sus consecuencias financieras. Tenemos que recordar que los párrocos dependían económicamente de las limosnas que se daban para la cura de las almas, porque ellos no participaban de los diezmos. Esta actitud acaecida a principios del siglo XIX va a ir haciendo ver a toda la opinión pública que la preocupación principal era la recaudación que le suministraba los entierros y funerales.

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