Pasión por Cádiz

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Cádiz, Andalucía, Spain
AB ORIGINE SEMPER FIDELIS. IN PERPETUAM, SEMPER ET UBIQUEM GADES. QUI POTERS CAPERE, CAPIAT.

viernes, 1 de agosto de 2025

Mis articulistas preferidos: Fernando Quiñones.

Un veraneante. Artículo publicado por Fernando Quiñones en agosto de 1960.

En la nariz fina, algo ganchuda, de este muchacho que ha desembarcado en el puerto, en el vivo centelleo de sus ojos severos, en el reposo y la seguridad de sus movimientos aparecen ya toda su calidad y su estirpe. No se trata de un veraneante cualquiera, y él sabe que tampoco acaba de llegar a una ciudad cualquiera. 

Lo primero que nota este veraneante, este adolescente de distinguido aspecto, es la intensa diferencia del sol y la luz de la España Meridional con su luz y su sol natales, tan distantes ahora. Una luminosidad blanca, absoluta, casi africana, baña estos arenales dorados y el lomo reluciente del Océano, en la tierra del joven recién llegado tenía el sol otra templanza, otra delicadeza, y la planicie del mar -mar y no océano- otro color, plata y celeste, a veces y otro sosiego. Sin embargo, nuestro veraneante queda inmediatamente captado por la radiante, formidable vitalidad de estas playas, de estos arrecifes bajo el cielo del sur. De vez en vez sopla fuerte el viento de Levante y entonces, todo domicilios, paisajes, personas, cobra un tono seco, tónico, yodado.

Se aloja este veraneante en casa de una familia noble, que tiene para él toda suerte de deferencias. Su jornada va de deleite en deleite; durante el día, el balneario y el vasto rostro verdiazaul del Atlántico, tienden su imperio antes sus ojos y sus sandalias; una vela blanca chispea a lo lejos, entre los marinos destellos del mediodía; la temperatura del agua es grata, justo deseable; al salir del baño, algún siervo acude a él y le atiende respetuosamente. 

De pronto, a una distancia relativamente escasa, emergen del agua y desaparecen de nuevo en ella unos puntos sólidos, negros, espumeantes. Todos corren a la orilla: uno: un animoso grupo salta quizás a una embarcación y los criados reman de firme, tratando de acercarse a tiempo a la tropilla de los delfines. Pero ésta se ha internado ya en el mar y no hay posibilidad de contemplarlos de cerca. 

Al crespúsculo, cuando el sol muriendo sumergen en una rojiza mermelada última el mar y el núcleo de la urbe, lo más florido de la sociedad local se reúne para iniciar las tertulias, los festines y los divertimientos de la noche. Suena el alegre reír de las muchachas; irrumpe acaso, entre la escogida concurrencia, el tropel armoniosos de las bailarinas de la ciudad, cuyo prestigio artístico es grande e inmemorial, casi legendario. 

Nuestro adolescente no se cansa de admirar la vivacidad de estas bailarinas, su belleza, su envolvente sentido del ritmo y la mímica, Sí: sin duda, esta tierra es distinta a todas las que ya ha visto; distinta  a todas las que ya ha visto; distinta pero espléndida; sus habitantes parecen muy despiertos de espíritu; se diría que un aire de vieja cultura esencial, de refinamiento Prócer, lo invade todo y que todo -personas, paisajes, casas- viven en una permanente y delicada hoguera de luz interior de sabiduría de luz interior, de sabiduría, de ingenio.  Es un ángulo, un grupo de matronas y jóvenes dialogan sobre versos de los grandes poetas antiguos y modernos, y nuestro veraneante se detienen un trecho con ellos a oír, a apreciar. 

Entre las gratas sombras de la noche, el vino suena hondo por las cántaras, ligero y saltarín por las copas. Aparece el desfile de los manjares, y las bailarinas tejen de nuevo sus giros hechiceros más allá de estos líquidos y misturas deleitosos, conseguidos con frutos del mar y de la tierra; de estos deslumbrantes pescados en fuentes de plata, cocinados con aceite de oliva y exornados con plantas marinas y con flores; de estas carenes delicadamente aderezadas y estos finos mariscos, dispuesto para el paladar como una joyería de sabores. 

Los criados bullen de un lado para otro; el vino no cesa de correr, mientras crecen los diálogos y las risas. Más tarde, la animación es ya extremada, turbulenta, confusa... Y en la pesada duermevela de una de estas noches difíciles, el joven veraneante ha tenido un sueño revelación sorprendente, en el que se ha visto dueño del mundo; todo el mar aparecía cubierto por sus naves; toda la tierra, por sus ejércitos; todo el orbe, por su imperial dictado; el poderío de su lejana ciudad, llegando hasta las estrellas, perduraría, con su nombre hasta el fin de la Historia. 

Y el veraneante se incorpora, sobresaltado. Sus amigos, los anfitriones, los invitados, yacen ahora en el sueño y una tímida claridad inicial, la del alba, ilumina oscuramente sus cuerpos tendidos y el murmurante mar inmediato...

Esta glosa no es más que historia pura: estamos en Cádiz y en el siglo I antes de Nuestro Señor Jesucristo. Los nombres de las muchachas que el veraneante está tratando a diario pueden ser los de Plocia, Métela, Turquinia, Flavia, Prisciliana, Cecilia. La nobles casas gaditanas donde se hospeda es la de los hermanos Grago. 

Y el veraneante, este adolescente distinguido, agudo, visionario, se llama Julio César.