Aquí tuve que dejar mis contemplaciones porque me encontré en el Paseo del Perejil con Don Anselmo. Estaba en Cádiz. Me extrañó mucho encontrarle a esta hora por ser precisamente las cinco menos diez minutos; de manera que a tal hora debía estar aún en casa del peluquero. Mi afán de hablarle de otro asunto de más interés para mí en aquel instante, me impidió averiguar la causa de que se encontrase allí diez minutos antes de las cinco, y le pregunté prontamente:
- Pero hombre: ¿Qué es de Pepito? Anoche me fue imposible hablar con usted dos palabras de esto porque Perate no nos dejó: dígame usted lo que hay.
- Pues lo que hay, contestó Don Anselmo mascando madera, no tiene nada de bueno.
- Es posible ¿Pues qué ocurre ahora? ¿Dónde está él?
- En Sevilla. Conforme hirió a Ramón, marchó a su casa. Me dijo últimamente que tenía sobre su pecho como una losa de plomo aquella acción que con el noble muchacho había cometido. Pepe, para que usted lo sepa, se figura que ese desafío es el último golpe que ha dado a su felicidad. Ha escrito a su dichosa Manolita diferentes cartas y a ninguna tuvo contestación. El padre de esa Manuela, Don Andrés creo que se llama, sí le contestó cierta vez en nombre de su hija, diciéndole, entre otras cosas muy tristes pero muy razonadas, que no se moleste más en escribir. Decíale en la carta que le creía un loco, pero no un malvado, y concluyó afirmándole que ni quería Manuela continuar en aquellos amores, que fueron suplicio suyo y de sus padres, ni se lo consentirían tampoco sus padres, caso de que la hija quisiese. Pepito conoce muy bien a esta familia, y manifiesta que cuando Don Andrés se atreve a escribir en tal forma es porque ella lo permite y está de acuerdo con él.
Cuando tuvo la seguridad de la indiferencia de Manolita, enfermó de pronto de tristeza, y para curarse de ella ha jugado mucho y ha bebido más. Vio que esta vida no le halagaba, y se consagró al estudio. Así continúa retirado, solo, sin hablar con nadie, y notándosele a la legua que su salud decae mucho. ¡Pobre Pepe!.

Así acabó Don Anselmo; dio unas cuantas vueltas a su bastón y tarareó una tonadilla.
Ante las palabras indiferentes de aquel hombre, que parecía insensible para todo lo que no fueran sus propias debilidades, pensé yo en lo efímero de las cosas y en la imperfección moral de los hombres. ¡Pobre Pepe! dije yo también para mí ¡Cuánta era su desgracia Su carácter le había perdido; su exagerado amor le había robado el amor de los demás. ¿Era Pepe un espíritu superior? Se me figura que sí. Pero ¿Manolita no lo era también? ¿Por qué entonces no lo comprendía? Y aquí mi pensamiento se encontró delante de tan recia muralla. En aquel instante compadecí y amé mucho más a Pepe que a Manuela y Ramón ¿Sabéis por qué? Porque allá en lo último de mi cerebro creía entrever que las penas de Pepe resultarían a la larga, como urnas de hierro donde se encerrarían para siempre las de Ramón y Manuela.

Salí del Perejil con Don Anselmo, internándome en la población. Había quedado por la mañana con Don Rafael de la Viesca en encontrarle en el Casino Gaditano, que no tuve ocasión de ver aún. Allá fuimos, y el amable fundador y director del periódico 'La Dinastía' me guio en el suntuoso y gran local, haciéndome ver minuciosamente aquel centro de recreo y de ilustración que sin disputa puede figurar entre los mejores de España.
Como en épocas memorables de este Casino Gaditano, se recuerdan tres: La de los terremotos del 85, la del cólera del mismo año y la del baile celebrado allí en el 87, en honor al Duque de Génova, que vino a Cádiz a visitar la Exposición Marítima.
Cuando los terremotos, demostraron los gaditanos su generosidad por el hecho siguiente: Se organizó una rifa en el Casino Gaditano, que produjo en veintisiete horas, cuarenta mil pesetas, que se destinaron a las víctimas de los terremotos y para la reedificación, con otras cantidades, de quince casas del pueblo granadino: Abruñeda. En el mismo año 85 costeó a diario durante la epidemia de cólera, las raciones de los asilos, y en el baile del 87, dado en honor del Duque, se desplegó un fausto que hizo creer que el pueblo gaditano no es ni con mucho tan pobre como parece. Contándome estaba estas cosas Don Rafael de la Viesca, cuando fijé los ojos distraídamente en un cuadro de honor que había en uno de los testeros de la gran sala: Hacíase constar en aquel cuadro de la fecha de aquel baile célebre y la noticia principalmente de que el Duque de Génova bailó el rigodón de honor con la Señorita Doña María Ferrer.
Al leer, me puse triste, no por lo que leí, pero sí por las memorias que me trajo el nombre de María Ferrer.
Manuel Martínez.
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