Pasión por Cádiz

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Cádiz, Andalucía, Spain
AB ORIGINE SEMPER FIDELIS. IN PERPETUAM, SEMPER ET UBIQUEM GADES. QUI POTERS CAPERE, CAPIAT.

martes, 8 de agosto de 2023

Mis articulistas preferidos: José Antonio Aparicio Florido.

 Mi agradecimiento personal a José Antonio Aparicio Florido, Licenciado en Filosofía y Letras. Primera autoridad en la investigación de la Explosión de Cádiz, que me honra con su amistad personal, por su artículo de la Explosión de Cádiz (1947) publicado en primicia y exclusiva en este blog. 

Cádiz, 1947. Las consecuencias de una negligencia militar. Por José Antonio Aparicio Florido. 

La catástrofe de Cádiz era algo que se temía que podía ocurrir… y ocurrió. Las voces premonitorias se habían alzado desde que a finales de 1942 empezaran a llegar las minas a la vista de todo el mundo, cargados en camiones sin toldilla o cubiertas sin la mínima discreción. En los Torpedos, en aquel solar en el que hasta ese momento no hubo nada más que unos edificios vacíos levantados por Echevarrieta, comenzaron a acumularse todo tipo de armas submarinas: minas, cargas de profundidad y torpedos. Lo primero que llegó, por cercanía, fue el material del Arsenal de la Carraca, compuesto por las Vickers Elia y un sobrante de minas rusas reutilizadas que carecían de carro sumergidor e inservibles en la práctica. El 15 de septiembre llegaron también casi trescientas minas holandesas procedentes de la base naval de Ríos (Vigo) y a primeros de noviembre, otra partida algo menor de los mismos artefactos desde La Graña. El teniente de navío Albarracín, jefe de la base de Puntales, informó a la superior autoridad de que aún cabían otras trescientas 350 más, e incluso se podía habilitar un segundo almacén para intentar llegar a las 16.000 que calculaba Cervera en su proyecto minado para las costas del departamento marítimo frente a una previsible invasión aliada.

Así siguieron llegando otras 700 minas alemanas y cargas de todo tipo: rusas, Vickers, Torpedini y alemanas de los modelos WBA, WBD, WBE y WBF. Un abecedario completo que, junto a 41 torpedos italianos, preocuparon especialmente a un teniente coronel de Armas Navales enviado desde Madrid a principios de julio de 1943. Se llamaba Manuel Bescós Lasierra. La visita que realizó a la Base de Defensas Submarinas le dejó perplejo al contemplar que unas trescientas toneladas de explosivos estaban estibadas en el suelo de dos naves levantadas para otros fines, de gran superficie, pero que carecían de vías, vagonetas y medios de remoción o estiva, sin salida al mar y rodeadas de edificaciones muy próximas a las zonas urbanas. En su informe fue contundente al afirmar, cuatro años antes de la catástrofe, que si bien los altos explosivos empleados hasta entonces eran muy estables, nunca podía tenerse una absoluta seguridad en su estabilidad y, por lo tanto, no cabía descartar la remota probabilidad de explosión, ya fuera por accidente, guerra o sabotaje. Textualmente no tuvo reservas en expresarlo de la siguiente manera: “Estas consideraciones mueven al jefe que suscribe a aconsejar el urgentísimo traslado del depósito de Defensas Submarinas que, en caso de voladura, originaría una catástrofe de carácter nacional”. No una catástrofe cualquiera, sino uno de la que habríamos de acordarnos toda la vida.

Del mismo parecer fue el exalcalde Fernando Abárzuza que, retirado de la política y de la vida militar, abordó a unos y a otros incansablemente advirtiendo del peligro que significaba el almacenamiento de minas en el corazón de un barrio obrero. Primero se entrevistó con Ramón Agacino, capitán general del Departamento; luego con el ministro Salvador Moreno, en su visita a Cádiz el 6 de junio de 1943; y por último con Alfonso Arriaga, almirante jefe del estado mayor. Nada se hizo. Quizá les pudo su exceso de confianza en el armamento militar y en la creencia de que todo ese material de guerra estaba cargado con trilita, una sustancia altamente resistente bajo cualquier circunstancia de temperatura, humedad o longevidad. Sin embargo, como afirmaba el propio Ramón Agacino en un libro publicado en 1923, “el TNT está lejos de ser francamente inexplosible”. El teniente coronel Bescós se permitió recordar que ni siquiera se puede confiar por completo en los que se fabrican en tiempo de paz, a los que se les presupone una elaboración y preparación adecuada para soportar un largo almacenamiento. Y ahí estuvo la clave del desastre: las armas submarinas que arribaron a Cádiz entre 1942 y 1942 habían sido fabricadas en tiempo de guerra, de dos guerras, mejor dicho: la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial.


Entre todo aquel armamento llegaron, contra todo pronóstico ya que nadie las esperaba, 50 cargas de profundidad WBD y otras 28 WBF. Ninguna de ellas contenía trilita (TNT), sino algodón pólvora: una sustancia desterrada de los almacenes de municiones desde primeros del s. XX por su alta inestabilidad y velocidad de descomposición. Se estiva aparte para evitar explosiones por simpatía y se utiliza solo como agente impulsor de los proyectiles. Sin embargo, fueron llenadas inexplicablemente con algodón pólvora, también llamado nitrocelulosa; quizá por escasez de trilita o quizá por la premura de la industria bélica. Fabricadas por los alemanes, no fueron adquiridas por España sino que se recibieron por vía italiana. 

El Duce había arrastrado a su país a una contienda en el mar y precisaban este tipo de artefactos a bordo de sus destructores en la lucha antisubmarina; pero tres de esos destructores, buscando refugio tras el desastre naval de La Magdalena, acabaron en la rada de Mahón una buena mañana del 10 de septiembre de 1943. En cubierta se perfilaban las WBD y las WBF, preñadas con 125 y 60 kg de fulmicotone, respectivamente. A partir de ahí, internamiento en Baleares y desembarco del material de guerra. Antes de finalizar el año, las cargas aparecieron en Cádiz. Cuando justo tres meses después las recibió el capitán de navío García de Lomas, su sorpresa fue mayúscula: “Habiéndose recibido en el día de ayer en estas Defensas y por orden verbal del Sr. jefe del Ramo de Armamentos 28 cargas de profundidad WBF e ignorándose por esta jefatura el fin a que han de ser destinadas las mimas, tengo el honor de manifestarlo a V.E. a los fines interesados”. El traslado se hizo deprisa y en un aparente contexto de improvisación.

El 15 de julio de 1947, un mes antes de la explosión, las WBF ya habían sido retiradas; pero las WBD seguían allí despreocupadamente. Es muy posible que en algún momento se dieran cuenta de que las WBF transportaban algodón pólvora y de ahí que las hicieran desaparecer. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con las WBD, que quedaron apiladas en un extremo del almacén de minas núm. 1 junto con el resto de cargas de profundidad y al lado de 41 torpedos italianos, en posición muy apretada por la limitación del espacio. El calor infernal bajo un techo de uralita, muy lejos de garantizar la temperatura ideal de 14-16 ºC, fue descomponiendo la materia de forma progresiva y causando la rotura de enlaces del compuesto químico con formación de gases nitrosos. Una reacción exotérmica en cadena aceleraba el proceso de forma cada vez más rápida y masiva hasta que al anochecer del 18 de agosto de 1947 se llegó al límite.



Las doscientas toneladas de explosivos liberadas en forma de energía arrasaron el barrio obrero de San Severiano, los chalés de Bahía Blanca, el astillero de Echevarrieta y Larrinaga, la propia Base de Defensas Submarinas, el Instituto Hidrográfico, la barriada España, la clínica del doctor Sicre, la estación de ferrocarriles, la línea ferroviaria y todo aquello que encontró a su paso. Los glacis de las murallas apantallaron la onda expansiva hacia la Casa Cuna, el Sanatorio Madre de Dios, el puente de San Severiano y la calle Tolosa Latour, donde residían numerosas familias, además de albergados, huérfanos y religiosas. El balance de víctimas mortales ascendió a 150 personas, entre las que hay que contabilizar dos cuerpos no identificados, calculando los médicos que atendieron a los supervivientes unas cifras de entre 5.000 y 10.000 heridos. Ninguna institución, ni la Marina ni el Estado, se hicieron responsables de lo ocurrido; y al no haber responsables, no hubo indemnizaciones. En plena dictadura, las voces que pidieron una enérgica reparación del daño causado no fueron muchas. Más bien, muy pocas. La que conviene recordar por encima de todas fue la del fiscal jefe de la Audiencia Territorial de Sevilla, Manuel Gandarias Blanco, cuya esposa quedó contabilizada entre aquellos cadáveres. Su carácter temperamental sumado a la pérdida del amor de su vida le llevó a reivindicar, a través de sus procuradores, que aquel delito culposo no podía quedar impune y que los responsables criminales tenían que ser sancionados con las penas dispuestas por el código penal vigente. No se amilanó; sabía bien a quien dirigía sus dardos.

"La catástrofe en la que perdió la vida la respetable dama, en nombre de cuyos deudos hablamos, no fue como la más ilustre pluma de la intelectualidad española ha dicho, tan imprevisible para que el hecho pueda ser catalogado entre los azares inevitables o fatales. Desde este momento en que comenzamos nuestra acusación, sostenemos que la catástrofe tiene caracteres de delito culposo, con responsabilidad criminal clara y patente de la persona o personas que ordenasen y consintiesen la colocación de tantísimos centenares de bombas explosivas de 300 kilos cada una en las naves de un edificio construido no para polvorín, sino para fábrica de armamentos, con techos de cristales y débiles muros, poniéndolas a flor de tierra, unas sobre otras, como si fuesen objetos inofensivos, en locales situados dentro de una ciudad, rodeados por todas partes de casas habitadas y enfrentados con una de las más importantes factorías de la nación, por cuanto que, conocedores del extraordinario peligro que los hechos han venido a comprobar, resulta patente por parte de las mismas la más temeraria imprudencia".

Cuando mencionaba a la más ilustre pluma de la intelectualidad, se refería por supuesto a José María Pemán. En cuanto a la responsabilidad criminal, nunca tuvo duda de que fue la Armada, aludiendo a una negligencia llevada a cabo a los ojos de todo el mundo y cuyas consecuencias se veían venir. Un delito “sin parangón como tal en la historia de la criminalidad española”, para cuyos autores, es decir, las personas encargadas de la dirección y vigilancia de los almacenes, pidió prisión incondicional con embargo de todos sus bienes. En estos términos y con este objetivo, poco duró su demanda. Las autoridades civiles y militares le acallaron al igual que ocultaron las causas del desastre. Tres días después de la explosión, un 21 de agosto de 1947, el Estado Mayor envió sendas órdenes a las instalaciones militares en tierra y a la flota para el desembarco inmediato de las cargas de profundidad que no contuvieran exclusivamente trilita o cuya naturaleza de explosivo se desconociera, así como el alejamiento de los núcleos de población de cualquier artefacto con explosivo distinto a la trilita. Es el mayor reconocimiento de responsabilidad que se puede escribir.

Sabían que habían sido las cargas y sabían que, al haber estallado por autogénesis, solo un explosivo muy sensible y volátil sería capaz de comportarse de esta forma. Así pues, omitiendo tales pruebas de cargo, el 20 de octubre de 1950 el tribunal togado de San Fernando declaró el sobreseimiento provisional de la causa, que a la postre sería definitiva. Al no señalarse a ningún responsable, las víctimas no fueron indemnizadas ni tampoco aquellos que sufrieron algún tipo de pérdida material.

Han pasado ya setenta y seis años, sin que la Armada reconozca su culpa y sin cerrar capítulo sobre un episodio ominoso de la historia del que hace tiempo sabemos con absoluta rotundidad quiénes fueron los causantes. Para mayor vergüenza, el Instituto Hidrográfico de la Marina sigue cerrándonos sus puertas al objeto de impedir que se realicen allí los actos conmemorativos de la tragedia, como ha vuelto a ocurrir en este año 2023. Sin embargo, haciendo gala del mayor cinismo, siguen presidiendo la entrega floral como convidados de piedra, sin abrir ni siquiera los labios para aprender a honrar a los difuntos.